Hace unos días, pocos, la semana pasada, con un buen amigo,
decidimos hacer una navegada corta, tres días, con uno de nuestros veleros…
bueno, dicho así queda un poco pedante, o más que pedante engreído, pero no…
solo tenemos un velero cada uno y con bastantes años encima, el tema es que
queríamos ir juntos, en su barco o en el mío, en convivencia, no en flotilla, y
navegar a vela, solo a vela, sin rumbo fijo, a donde nos llevara el viento.
A pesar de estar a mediados de noviembre, la predicción
meteorológica era excelente para tomar el sol y no pasar frío, para navegar a
vela no tanto, daban muy poco viento, pero nos apetecía ver hasta donde éramos
capaces de aguantar cuando los vientos desaparecen por completo, al fin y al
cabo, lo nuestro no podía ser más de unas horas, Colón estuvo atrapado varios
días o semanas.
Una navegada así parece no tener ningún riesgo, incluso parece aburrida, tediosa, desesperante, sobre todo cuando al cabo de unas horas miras el GPS, y compruebas que tu posición ha retrocedido.
Y aquí surgen los riesgos, riesgos no vitales como los de estos dos pobres náufragos franceses, pero sí riesgos de afecto personal, afecto que se fortalece o disipa con el trato. Seguro que la toma de decisiones de estos dos pobres náufragos, no los llevarían a ningún tipo de discusión, al contrario, estarían deseando que al otro se le ocurriese una idea para intentar ponerse a salvo.
El riesgo en nuestro caso es muy distinto, a cada uno se le ocurren mil ideas, hacia donde dirigir el barco, que velas izar, más o menos cazadas, adelantar o retrasar el carro, tensar o amollar amantillo, tangón sí o no, y el pajarín ni pio, y los dos tenemos conocimientos suficientes de la materia como para discrepar de las opiniones del otro, y que el afecto se pueda disipar con el trato.
Pero no, nos conocemos hace muchos años y sabemos hasta que punto puede
tensarse la escota, y que el trato fortalezca nuestro afecto.